Queridos amigos:
celebramos este Domingo la Fiesta de la Sagrada Familia, formada por Jesús, la
Virgen María y San José. La familia de Nazaret, que en estos días contemplamos
representada en tantos belenes y nacimientos.
El Hijo de Dios
quiso nacer y crecer en el seno de una familia, porque ese es el hábitat natural del ser humano. Es en el
hogar donde el hombre y la mujer se
realizan primaria y principalmente como personas humanas.
La familia está
llamada a ser cuna, casa y escuela de la vida humana. Por ello, todos los
miembros de la misma deben cooperar a la armonía familiar, lo que habrá de
redundar en un beneficio de valor incalculable para todos sus componentes. La
armonía familiar es fuente de una felicidad auténtica y sólida para todos sus
miembros. Nada comparable con “falsas felicidades” que son efímeras, pasajeras
y que a la larga sólo acarrean sufrimiento, inseguridad y vacío interior.
Al nacer y crecer
en una familia el Hijo de Dios nos revela que la familia, basada en el
matrimonio entre un hombre y una mujer, con lazos de por vida, es el núcleo
fundamental de la sociedad y de la Iglesia.
La fidelidad no
debería ser vista como una losa que aplasta los corazones, ni como una cadena que ahoga la libertad, sino más
bien como una fuente de estabilidad que ayuda al equilibrio personal y a la
salud emocional de los esposos y de los hijos. Pero, esta debe brotar del amor,
del respeto, de la lucha por el mayor bien de los otros miembros de la familia.
Sólo cuando el amor se cuida cada día en los mil detalles de delicadeza, de
generosidad, de capacidad de perdonar y de pedir perdón, es cuando la fidelidad se va robusteciendo y se llega a
apreciar como un don de valor inmenso.
También para las
relaciones familiares de cada día es importante poner en práctica el consejo de
Jesús: “no hagas a los otros lo que no quieres que te hagan a ti”.
Construir una
familia es a los ojos de Dios algo más maravilloso que construir cualquier otra
obra humana, por valiosa que esta pudiera ser, porque ella es la cuna en la que
Dios desea depositar la más preciada de sus criaturas: el hombre y la mujer
creados a su imagen y semejanza.
Las familias
católicas están llamadas a distinguirse por su fe y su amor a Dios, a que el
amor impregne cada día la relación de los esposos entre sí y hacia sus hijos.
Las familias
católicas deben animar y ayudar a las otras familias de su entorno,
especialmente a aquellas que sufren por cualquier tipo de necesidad material o
de enfermedad de sus miembros. Acompañar y animar a los otros matrimonios
que están pasando por crisis de
convivencia, o a aquellos que sufren a causa de la ruptura.
Manuel María de Jesús
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