FIESTA DE TODOS LOS SANTOS
“Alegrémonos todos en el
Señor, celebrando la festividad de todos los Santos, de cuya solemnidad se
alegran los ángeles y alaban juntos al Hijo de Dios”
Acogemos hoy la invitación
gozosa que nos hace nuestra madre la Iglesia a través de estos versos del
Introito de la Santa Misa, para disponernos a celebrar la Fiesta de Todos los
Santos. Y abrimos nuestro corazón para recibir el don que el Señor quiere
dispensarnos en esta día: el don de la alegría que brota de la fe en el Hijo de
Dios, que brota de la esperanza que tenemos de alcanzar un día la vida eterna y
que nace del amor con que somos amados por Dios y por el cual nos amamos unos a
otros como hermanos.
Esta alegría en el Señor
es un gozo sobrenatural que brota en lo profundo de nuestra alma donde habita
Dios: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos
a él y en él haremos morada” (Jn 14, 23).
No se trata de una alegría
efímera, pasajera, ni sensorial. Es un gozo profundo y duradero que el Señor comunica
a los que le aman y que según sus propias palabras “nadie será capaz de
quitarnos nuestra alegría” (Cf. Jn 16, 22)
Esta alegría de los
cristianos es posible gracias a la inhabitación de la Santísima Trinidad en
nosotros. “¿Acaso, no sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu Santo habita en vosotros? (1 Cor 3, 16)
Pues, entre los frutos del Espíritu
están estos, “caridad, gozo, paz” (Cf. Gal. 5, 22).
“Porque los que son
movidos por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios. Que no habéis
recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor, sino un espíritu de
hijos adoptivos, que nos hace exclamar: Abba, Padre” (Rom 8, 14-15)
En esto reside nuestra
alegría de cristianos, en sabernos hijos, e hijos muy amados de Dios: “Queridos
Hermanos, Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios,
pues ¡los somos!” (1Jn 3, 1).
Esta alegría, que por
gracia de Dios podemos experimentar ya
en esta vida, es un pálido reflejo, pero es auténtica participación del gozo y
de la alegría que se vive en la ciudad de los santos. Es un anticipo de la
felicidad inmensa y de la dicha de los
bienaventurados a quienes honramos en este día y a los que contemplamos en el
reino “que Dios ha preparado para los que le aman”. (Cf. 1 Cor. 2, 9) Decimos
que nuestra alegría es sólo un pálido
reflejo y un anticipo, porque, aunque ya ahora somos verdaderamente hijos de
Dios, sin embargo, “aún no se ha
manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando Él se manifieste, seremos
semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3, 2).
Esta es nuestra alegría y
nuestra esperanza, después del fugaz paso por esta vida en medio de luchas,
trabajos, penalidades, y a veces también persecuciones por nuestra condición de
cristianos, alcanzar la plena y perfecta visión de Dios en el cielo. Ser allí
eternamente felices con Él, en compañía de Nuestra Madre Santísima la Virgen
María, disfrutando de la amistad de los
ángeles y de la multitud de los santos.
¡Qué emocionantes y
esperanzadoras son las palabras del Apóstol San Juan, que Nuestra Madre la
Iglesia nos ofrece en este día para contento y regocijo de nuestro corazón!:
“Yo, Juan… vi una gran muchedumbre que nadie podía contar, de todas las
naciones y tribus, y pueblos, y lenguas, que estaban ante el trono y delante del
Cordero, revestidos de un ropaje blanco con palmas en sus manos: y exclamaban a
grandes voces diciendo: Alabanza a nuestro Dios, que está sentado en el trono,
y al Cordero”. (Ap. 7, 9-10).
Ante esta visión
maravillosa que nos permite asomarnos a la Jerusalén del cielo, la ciudad de
nuestro Dios, también nosotros podemos preguntarnos, tal como relata el libro
del Apocalipsis: “Estos vestidos de túnicas blancas, ¿quiénes son y de dónde
vinieron?” (Ap. 7, 13)
Es la multitud admirable
de los Santos, hombres y mujeres cuyas almas fueron lavadas y blanqueadas en la
sangre de Cristo. Son los que durante su peregrinación terrena mantuvieron la
fe y el testimonio de Jesús.
¡Son los hijos y amigos de
Dios y los mejores hijos de la Iglesia!
Es la gran muchedumbre de
hombres y mujeres pobres de espíritu que ahora son ciudadanos del reino de los
cielos.
Son los que vivieron con
manso corazón y que ahora poseen eternamente la tierra de promisión, la patria
celestial.
Son los que en este primer
mundo sembraron el bien a manos llenas, aún a costa de lágrimas y llanto. Ahora
cantan eternamente gozosos con sus gavillas y el Señor enjuga las lágrimas de
sus ojos.
La muchedumbre celestial
está conformada por todos los que tuvieron hambre y sed de justicia, por los
misericordiosos y los limpios de corazón. Ahora gozan de misericordia y su
perfecta alegría es la visión de Dios, la amistad y la intimidad con Él.
Ellos y ellas son los que
trabajaron con afán por la paz, sufrieron por el Nombre de Jesús y abrazaron
con amor la cruz de cada día.
¡Qué grande es ahora su
alegría! ¡Qué inmenso es ya su gozo!
Todos ellos, desde el
cielo oran incansablemente por nosotros, para que igual que ellos mantengamos
la fe y alcancemos la meta.
Sin duda alguna que entre
esa muchedumbre se encuentran muchos de los que hemos conocido y tratado en esta tierra, también de los que
nos han amado y hemos amado tanto. ¡Pidamos a los Sagrados Corazones de Jesús y
de María la gracia de que se encuentren todos!
¡Santos y santas de Dios,
rogad por nosotros para que un día formemos parte de la multitud de los
bienaventurados!
¡Reina de todos los
Santos, ruega por nosotros para que permanezcamos fieles a nuestro bautismo y
aspiremos con decisión a la meta de la santidad!
¡Reina de los Apóstoles,
alcánzanos la gracia de tener muchos y santos sacerdotes que con celo
apostólico promuevan la santidad entre los fieles!
¡Señor Dios nuestro,
haznos santos, como Tú Padre celestial eres Santo!
Amén
Manuel María de Jesús
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