La
nieve caía silenciosamente, como plumas a la deriva, y pronto cubrió de blanco
la tierra grisácea y sucia. Había estado nevando toda la noche y yo miraba
desde la ventana de mi estudio, con el corazón cálido y reposado, la primera
nevazón de invierno. Era el día siguiente al día de Acción de Gracias, y la
nevada me dio el pretexto que yo necesitaba para reducir la velocidad de mi
atareada agenda, y tomar el tiempo necesario para disfrutar con mi familia.
Aquel
año, como siempre, teníamos muchas razones para estar agradecidos. La mano del
Señor había sido tan evidente sobre nuestras vidas y ministerio que sólo
podíamos inclinarnos ante Él con corazones agradecidos, reconociendo en
silencio que Él había sido el autor de todo ello.
La
preciosa calma de esa mañana fue rota de pronto por el sonido insistente del
teléfono. Fue el primer eslabón de una pesada cadena que pronto iba a
envolverme en desesperación y dolor; porque la voz en el otro extremo de la
línea me informó que un gran problema había entrado en mi vida. Se habían
producido circunstancias que ponían en peligro todo mi ministerio, así como la
ruina potencial de mi vida personal y familiar.
Es
asombroso ver cuán rápidamente el mundo entero parece cambiar cuando cambian
nuestras circunstancias. En verdad, la belleza está en el ojo del que mira,
porque la blanca quietud de la nieve ahora me parecía ser sólo la hipocresía
que cubría los hechos duros y crueles que se ocultaban bajo su capa engañosa.
La alegría de la Acción de Gracias con mi familia desapareció rápidamente bajo
la sombra de este dolor presente, y me hundí en mi silla temblando,
estremecido. Serias acusaciones se habían lanzado contra mí por un acusador
desconocido, y Dios sabía que yo era una víctima inocente de circunstancias
retorcidas. Sólo pude clamar: «Oh, Padre, ¿quién pudo hacer esto?». Mi oración
tuvo respuesta dentro de un par de días, y con ella vino el dolor más profundo
de todos, porque se descubrió que mi traidor era un amigo que decía amarme.
Durante
dos días permanecí atónito, en el silencio y la desesperación más tenebrosa. El
problema que yo enfrentaba era sumamente grave, pero iba más allá de lo que yo
me sentía capaz de soportar, por el hecho increíble de que aquel que había
traído este pesar a mi vida era uno que partía el pan conmigo alrededor de la
mesa del Señor, y a menudo hablaba de su amor por mí.
Las
preciosas verdades que aprendí a través de esa experiencia son el tema de este
escrito. Nuestras experiencias «personales» no son tan personales como nosotros
quizás nos imaginamos – lo que sucede en nuestras vidas como miembros del
Cuerpo de Cristo tiene el propósito de traer consuelo y ayuda a otros (2ª Cor.
1). Nos sucede porque es la herencia mutua de los miembros del Cuerpo de Cristo
compartir los padecimientos de la Cabeza (Flp. 1:29; Col. 1:24).
La
certeza de la traición
La
dura experiencia de ser traicionados por nuestros amigos y amados debe ocurrir
forzosamente en la vida de cada creyente. Baso esta observación en muchas
experiencias sobre la vida cristiana, además de la clara y simple enseñanza de
la Palabra de Dios. Es un descubrimiento interesante aprender que la palabra
«traición» y sus formas sólo se usan con respecto a la traición de Jesús por
Judas, exceptuando una sola mención en Lucas 21:16. En este pasaje, que es
profético, se usa para representar el fin del tiempo de la gracia y es indicada
como una de las marcas de identificación, o señales, de la venida del Señor
Jesucristo. El versículo simplemente dice: «Ustedes serán traicionados aun por
sus padres, hermanos, parientes y amigos; y a algunos de ustedes se les dará
muerte» (NVI).
Esta
es una cosa terrible de avizorar, pero es la promesa llana de la palabra de
Cristo. El tiempo de la gracia se cerrará con un tiempo de engaño religioso
mundial. Será la hora de la gran apostasía – tiempos peligrosos en los cuales
la verdad será resistida por la falsedad y el engaño (estudien las palabras de
Pablo en 2ª Timoteo 3:1-17).
Yo
creo que cada hombre en quien Jesús mora, tendrá en estos terribles tiempos postreros
su propio Judas personal; porque en la era de la apostasía se destacará el
hermano falso. Asimismo, la traición es la experiencia común de cada hombre a
quien Dios ha usado alguna vez para Su gloria.
Nuestro
versículo en Lucas 21:16 dice que la traición viene de parte de «padres, y
hermanos, parientes y amigos». Espantoso, pero real, y por una buena razón.
Primero, nuestros enemigos no pueden traicionarnos. Ellos no están lo bastante
cerca de nuestros corazones. No somos lo suficientemente íntimos con ellos. Es
con nuestros hermanos y amigos que abrimos nuestro corazón. Nuestros enemigos
no pueden herirnos; son nuestros amigos los que nos hieren. Así, el salmista
dijo en el Salmo 55:12-14: «Porque no me afrentó un enemigo, lo cual habría
soportado; ni se alzó contra mí el que me aborrecía, porque me hubiera ocultado
de él; sino tú, hombre, al parecer íntimo mío, mi guía, y mi familiar; que
juntos comunicábamos dulcemente los secretos, y andábamos en amistad en la casa
de Dios».
Así
que toda la historia de la Biblia hace eco del hecho de la traición a manos de
nuestros amigos. Abel fue traicionado por su único hermano; Esaú por su hermano
gemelo; Isaac por su hijo; Urías por su rey en quien confiaba y por su esposa
encantadora; Jesús por su discípulo consagrado; Pablo por «falsos hermanos». No
necesitamos seguir, porque esta solemne verdad permanece: a menudo son nuestros
amigos los que se levantan contra nosotros, y así se multiplican nuestras
aflicciones en la vida cristiana. En general, yo he sido tratado con mucha más
bondad por inconversos que por hermanos declarados; y he experimentado a menudo
la herida aplastante de la traición a mano de aquéllos que profesaban amarme.
Esta paradoja puede perturbarnos y entristecernos, pero la sabiduría y el amor
de Dios se ve en todo ello, en la serena verdad de que él no libró ni a su
propio Hijo a este respecto, sino que lo envió a la muerte por mano de un
amigo. ¡Que Dios instruya nuestros corazones por medio de esta preciosa
lección!
El
método de la traición
El
método siempre será el mismo. Primero, nuestros traidores escogerán
cuidadosamente la hora. En el caso de Jesús, él fue traicionado en el momento
exacto de su vida en que él tenía la mayor necesidad de compañía humana (Marcos
14:37); en la hora de su más grande necesidad; y cuando estaba en el umbral de
su mayor obra (el Calvario). Aliéntate, querido lector, si la traición ha sido
tu reciente experiencia. Debe haber grandes cosas delante para ti, de otro modo
Satanás no golpearía en este mismo momento.
Nuestros
traidores también conocen el lugar donde atacarnos. Juan 18:2 muestra que Judas
sabía el lugar secreto donde Jesús se retiraba. Ellos nos observan y conocen
nuestro lugar de agonía y oración; y así, teniendo la ventaja de la intimidad,
nos golpean con violencia en el lugar oportuno.
Su
forma de traición siempre será el beso. Ellos alientan nuestro amor, de modo
que pueden golpearnos en el momento más inesperado. La palabra de Dios dice:
«Aun el hombre de mi paz, en quien yo confiaba, el que de mi pan comía, alzó
contra mí el calcañar» (Sal. 41:9). Hay una figura preciosa en este verso. El
significado original representa a un caballo conocido y confiable que
cruelmente patea por detrás a un amigo desprevenido y confiado.
Victoria
sobre el traidor
¿Qué
fue de Judas? La historia registra su trágico final, pero encubierto en la
aparente vaguedad del breve relato de su muerte hay un drama que ha permanecido
mucho tiempo sin revelar.
Para
verlo en su perspectiva real, debemos mirar brevemente la relación entre Jesús
y Judas. Jesús escogió a Judas y oró por él (Luc. 6:12-13), como lo hizo por
Jerusalén que lo rechazó y por aquellos que lo crucificaron. Jesús deseaba que
Judas comiera la última Pascua con él (Luc. 23: 14-15), lo amó y le ofreció el
lugar de amor y comunión a la mesa en el aposento de la Pascua (Juan 13:26).
Jesús lavó sus pies (Juan 13:5) y, de ahí, le expresó un amor que era
indudablemente verdadero y digno del Hijo de Dios. Jesús le dio a Judas total
reconocimiento y nunca lo delató como su traidor futuro, sino que se refirió a
él como su «amigo». La meditación cuidadosa sobre los eventos que llevaron a la
traición, revelará que Jesús ofreció a Judas toda muestra de amor y no estuvo
dispuesto a repudiarlo ni aun en el momento de su crimen.
Jesús
enseñó en Mateo 5:44 que debemos amar a nuestros enemigos y él practicó todo lo
que predicó. Aunque de antemano conocía perfectamente el mal que Judas haría
contra él, le mostró su amor sincero en toda forma concebible.
En
Marcos 14:45 Judas acordó traicionar a Jesús con un beso. Hay dos palabras en
el original para «beso». Una significa el beso de amistad y otra significa
besar fervorosamente, o el beso del amor verdadero. Ahora, vamos a Getsemaní y
veamos la escena final. Judas viene con la multitud armada con palos y espadas
para tomar a Jesús prisionero. Judas saluda al Señor y lo besa; pero, de
acuerdo con el original, no es con el beso de amistad como había convenido,
¡sino con el beso de amor genuino! Sólo la eternidad revelará lo que pasó en
ese momento por el corazón de Judas. Quizás, a la luz fluctuante de las
antorchas, Judas vio en el rostro de Jesús la sobrecogedora verdad de que a
pesar de su traición, Jesús lo amaba todavía, porque él llamó a Judas, «amigo».
Jesús
fue apresado y Judas lloró por haber traicionado sangre inocente; había
aprendido que el amor de Jesús hacia él era real. Su corazón debe haber
experimentado un golpe demoledor, y ahora él no puede racionalizar su locura o
justificar su acto deleznable. Intenta deshacer lo que ha hecho devolviendo el
dinero, pero es rechazado con desprecio por sus impíos amigos, pues ni aun
ellos quieren relacionarse ahora con Judas. Su ganancia momentánea se vuelve
polvo en sus manos –el futuro es negro sin la confraternidad de Jesús y sus
amigos– él ha perdido para siempre aquel ministerio que Jesús le había dado
(Hechos 1:20); su habitación estará ahora desolada, otro hombre tomará su
corona, y Judas irá a su propio lugar en una muerte solitaria efectuada por su
propia mano.
¿Murió
Judas por su propia mano? Me parece claro que Judas murió bajo la fuerza del
irresistible amor de Cristo. Judas se destruyó a sí mismo porque él ya no podía
vivir más consigo mismo o con otros, y todo esto fue operado por el verdadero
amor del Señor Jesucristo. Me parece que las palabras de Romanos 12:20-21 son
repentinamente claras: «Así que, si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer;
si tuviere sed, dale de beber; pues haciendo esto, ascuas de fuego amontonarás
sobre su cabeza. No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal».
¿No
se cumplen así aquellas palabras que afirman: «Porque las armas de nuestra
milicia no son carnales ...» (2ª Corintios 10:4), y «el amor nunca deja de ser»
(1ª Cor. 13:8)? Sin duda, necesitamos afirmar desesperadamente en nuestros
corazones que la Palabra de Dios es verdad. Nosotros sólo damos más razón al
odio de nuestros enemigos y motivo a la traición de nuestros amigos cuando les
devolvemos mal por mal. El amor que es verdadero e inconmovible aun frente a
una mala obra contra él, finalmente conducirá a su traidor a las solitarias
laderas del Campo de Sangre (Acéldama – Hch. 1:19) para morir.
La
necesidad de la traición
Hay
otra consideración en el acto de traición de Judas. Él fue escogido por el
Señor Jesucristo, aunque el Señor sabía de antemano que Judas lo traicionaría
(Juan 6:64). En mi propia experiencia personal de traición a manos de un amigo,
el amado Señor me mostró esta verdad preciosa. Mientras estaba en el fuego de
esta prueba, me fui a acostar una noche pensando en aquel que pretendía amarme
y había usado su profesión para ponerme en manos de mis enemigos. Por la noche
desperté en oración hallando la respuesta en este pensamiento: ¡El Señor Jesús
escogió a sus propios amigos, y sabiendo de antemano la alevosía de Judas, lo
escogió de todos modos! Les dijo que él había escogido a los doce, y que uno de
ellos era diablo. Di gracias a Dios por ese diablo, pues él era necesario para
el ministerio de Jesús, y por mi traidor, dado que él también era necesario en
mi vida.
¿Qué
necesidad habría de que un creyente fuese traicionado por sus amigos o amados?
¿Qué buen propósito podrían tener el dolor y la tristeza de un corazón herido?
Yo hice estas preguntas aquella noche y encontré respuestas que vinieron al
encuentro de las necesidades de mi corazón. Nosotros tenemos necesidad de
reconocer la fidelidad del Espíritu Santo en nuestras vidas. Consideremos el
hecho de que Jesús nunca fue engañado acerca de Judas. «Porque Jesús sabía
desde el principio quiénes eran los que no creían, y quién le había de
entregar» (Juan 6:64).
Yo
estoy seguro de que, en cada experiencia de traición en la vida del creyente,
él puede mirar hacia atrás y recordar la advertencia fiel del Espíritu Santo.
En un caso, recuerdo que pude haberlo sabido desde el principio si yo sólo
hubiese oído el testimonio interior del Espíritu.
¿Quién
puede explicar la naturaleza de la advertencia de Dios en el alma respecto a un
hermano falso? No es fácil expresarlo con palabras, pero todos los santos
conocen la inquietud que la razón no puede explicar sobre algunos que profesan
ser nuestros amigos. Conocemos y experimentamos ese muro real de restricción
que busca impedir que demos nuestros corazones a aquéllos que nos traicionarían
en un tiempo de necesidad. No estaríamos tan a menudo afligidos y defraudados
por otros si fuésemos más sensibles al Fiel que mora en nosotros. ¿No creemos
nosotros en el «discernimiento» por el Espíritu? Entonces, ¿por qué a menudo
desechamos aquel sentimiento extraño en nuestro corazón hacia amigos declarados
y nos aventuramos a «proclamar» comunión por sobre todas las advertencias del
Señor Jesucristo por Su Espíritu? ¿Cuándo aprenderemos nosotros que «el Señor
conoce a los que son suyos»?
Nuestra
responsabilidad es oírlo en las profundidades más íntimas de nuestra alma y
depender de Él para escudriñar los corazones de otros por Su Espíritu. La
experiencia de la traición aclara la verdad de que la aceptación pública en
medio de los creyentes, el empleo de vocabulario común entre los santos, la
realización de obras religiosas, la predicación de la Palabra, o cualquier otro
signo externo que normalmente constituye una «prueba» de la salvación y
fidelidad de un hombre, no siempre manifiestan la situación verdadera. «...pues
el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero el Señor mira el corazón»
(1 Sam. 16:7).
Reconozcamos
en cada hombre la posición que él declara tener delante de Dios, pero nunca nos
permitamos ir más allá del testimonio del Espíritu de Dios en nuestros
corazones en nuestra relación con otros. Hemos leído de muchos que vinieron a
Jesús y profesaron fe en él, basados puramente en los milagros que realizó, y
no sobre una genuina fe en él como el Hijo de Dios. Movidos sólo por la
impresión de las obras externas, ellos se incluyeron entre sus seguidores...
«Pero Jesús mismo no se fiaba de ellos, porque conocía a todos, y no tenía
necesidad de que nadie le diese testimonio del hombre, pues él sabía lo que
había en el hombre» (Juan 2:24-25).
Nuestra
obligación no es abrir el corazón a todo hombre que busca entrada a nuestro
hombre interior, sino permitir a nuestros corazones ser afectados hacia otros
por el Espíritu Santo, pues él siempre nos advertirá de aquellos que intenten
engañarnos. Aprendamos que la «comunión» es la obra del Espíritu Santo y no del
hombre. No intentemos establecerla sin su ayuda, ni la rechacemos cuando él tan
obviamente la establece entre nuestros corazones y otros en el Cuerpo de
Cristo.
¿Cuál
es la necesidad de la traición? Quizás viene a ser aclarada a través de las
palabras de Pedro en su primera epístola cuando él observa que sus lectores
tendrán que «ser afligidos en diversas pruebas ... si es necesario». Es
necesario porque, como él explica tan hermosamente, hay un fruto tanto presente
como futuro de tales experiencias aflictivas. En el futuro, esta prueba de
nuestra fe, como el oro tratado al fuego, sacará del horno nuestras vidas en
alabanza, honra y gloria para el Señor Jesucristo en su venida. ¡Si sólo
pudiéramos asirnos de este tremendo potencial en medio de nuestras pruebas,
cuán distinta sería la respuesta de nuestros corazones al desafío de esa hora!
Aún más, además de esto (gracia sobre gracia), las duras pruebas de la vida son
usadas para hacer una obra muy necesaria en todos nosotros – la obra de
aumentar nuestro amor y gozo en esta vida presente. Lea 1a Pedro 1:6-8 y
recuerde que, tras cada horno de aflicción, hemos salido amando al Señor como
nunca antes y regocijándonos en la realidad de su comunión.
Necesitamos
la experiencia de la traición para aprender la verdadera sumisión al Señor.
¿Sabía usted que la mayor oración que un hijo de Dios puede decir es la oración
del Hijo perfecto: «Sí, Padre, porque así te agradó» (Luc. 10:21)? Cuando
podamos clamar así de lo íntimo de nuestros corazones heridos, sabremos que el
aguijón ya se ha ido y que hemos triunfado, porque nuestra sumisión al deseo
del Padre en nuestras vidas trae la victoria sobre todo ataque que venga contra
nosotros (2ª Cor. 2:14).
2ª
Corintios 4:15-18 ofrece más razones para la aparente sinrazón de las grandes
desilusiones de la vida. Pablo da la perspectiva apropiada a nuestras
aflicciones, diciéndonos que el ataque no es contra el hombre exterior, sino
contra el hombre interior.
A
menudo temblamos bajo el temor de las «consecuencias que esto podría traer a
nuestra vida», y olvidamos que en los tiempos angustiosos nada puede dañar a
nuestro hombre interior si nos hemos vestido de toda la armadura de Dios. Estas
cosas duran sólo un momento comparadas con la eternidad, y un día traerán un
eterno peso de gloria. Estas aguas profundas sólo servirán para alzar nuestra
mirada de los lazos y «cosas» terrenales, y ponerla en los valores eternos. Al
enemigo le gustaría agobiarnos y nublar nuestra razón, conduciéndonos a mirar
los detalles horribles de la experiencia exterior; así, mientras nos ocupamos
con preocupaciones inútiles sobre lo exterior, somos a veces golpeados con
violencia en el hombre interior, y derrotados. Muchos santos han sobrevivido a
los ataques exteriores sólo para caer mortalmente heridos por amarguras,
resentimientos, malicia, y un corazón rencoroso. En tiempos de traición, los
santos deben aprender primero a ceñir los lomos de su mente en Cristo y a
apropiarse de toda la armadura de Dios, lo cual realmente significa vestirse de
Cristo en toda Su fuerza y poder.
La
bendición de la traición
Consideremos
la bendición que trae la traición cuando, a través de ella, aprendemos a no
reconocer otra mano sino la mano fiel de nuestro amante Padre en el cielo, en
todas las cosas. Nosotros damos demasiada gloria al diablo, al mundo y a la
carne en las circunstancias de nuestras vidas. Culpamos a nuestros enemigos
cuando somos zarandeados; pero gran paz y quietud de corazón llegan a ser
nuestros cuando nos negamos a reconocer segundas causas en nuestras vidas. Dios
es soberano y él es nuestro Padre. A él le agradó permitir que esto nos suceda,
y nuestra parte es creer que «...a los que aman a Dios, todas las cosas les
ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados» (Rom.
8:28).
En
la bendición de esta quietud, David soportó con un espíritu paciente la
maldición de Simei y prohibió que se le devolviera mal alguno por el mal que
hizo. David vio sólo una mano detrás de todo ello – la mano amorosa de Dios
obrando el bien a través del mal de Simei.
José
fue traicionado amargamente por sus hermanos, puesto en el pozo y vendido como
esclavo, para después ser favorecido por Potifar, y, otra vez, ser
maliciosamente traicionado por su esposa. Puesto en prisión, él hizo amistad
con el copero del rey, y pronto conoció una vez más la agonía del beso de
traición, porque cuando aquel hombre fue restaurado al favor de la corte de
Egipto, rompió su promesa hecha en la prisión. La Palabra de Dios dice: «Y el
jefe de los coperos no se acordó de José, sino que le olvidó» (Gén. 40:23).
Tanta
aflicción para un solo hombre parece suficiente como para herirlo mortalmente
en su interior, hasta perecer bajo la amargura del alma que a menudo resulta
del rechazo personal; pero los años pasaron y José fue recordado por el Señor y
exaltado al trono de Egipto en victoria. Y el bendito secreto de su sanidad,
sí, de su paciencia triunfante y victoriosa, se revela en sus palabras a sus
hermanos: «Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien...»
(Gén. 50:20).
Pedro
manifestó esta misma verdad en su perspectiva de la cruz del Calvario. Aunque
él acusa a la nación de prender a Jesús por manos de inicuos para crucificarlo
y matarlo, Pedro no lo ve como una tragedia, no ve en ello una victoria de
Satanás; sino que, triunfalmente anuncia que el Señor Jesucristo fue
«...entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios...»
(Hech. 2:23).
Y
así, mis amados santos de Dios que en este momento se encuentran perplejos a
causa de la traición de un amigo, reconozcan en esta hora que Dios bien pudo
haberlo evitado si lo hubiese querido, pero lo permitió para vuestro bien.
Regocíjense en esta bendición, pues él está tomándoles como sus hijos y preparándoles
para consolar y bendecir a otros. Él ha agraciado vuestras vidas con el
privilegio glorioso de compartir con ustedes los más íntimos sufrimientos de
Cristo (Flp. 3:10).
Esta
comunión es dada a un grupo selecto, porque no todos tienen el privilegio de
conocer la agonía de la traición, de poder compartir en alguna medida la
profundidad del amor de Cristo. Su traidor intentó hacerle mal, pero Dios lo
volverá todo para bien; y como Jesús escogió a Judas, dado que Él tenía
necesidad de la traición en Su propia vida, así Dios en Su fidelidad ha
escogido a nuestros traidores – Él sabía perfectamente que, si la elección
hubiera sido nuestra, nunca habría sido hecha.
Ustedes
dirán: «Escoger a nuestros traidores? ¿Qué bien pueden hacernos ellos?». ¿Han
olvidado ustedes que la traición de Judas llevó a Jesucristo a su más grande
obra, y desencadenó los eventos que cumplieron los propósitos eternos de Dios
en Cristo? ¡La redención eterna a través de la sangre de Cristo fue fruto del
despreciable acto de Judas!
Sigue
siendo un hecho el que nuestros enemigos no harán esta obra por nosotros. Sólo
nuestros amigos nos entregarán al dolor de las circunstancias más allá de
nuestro control; y por tanto, realizarán un verdadero servicio a los santos de
Dios.
Sólo
puedo hablar a partir de mi experiencia personal. Un traidor me entregó a
circunstancias que cambiaron el curso de mi ministerio y me lanzaron a la mayor
obra de mi vida. ¡Un traidor trajo a mi vida penalidades que me llevaron a ser
librado de la dependencia del hombre y me hicieron un hombre libre en el Señor!
Un
traidor trajo a mi vida un sufrimiento que produjo el presente ministerio
fructífero y jubiloso que he recibido de Cristo para Su Cuerpo. Como todos los
santos, mi percepción del pasado es mejor que mi visión del futuro. ¡Cuando
miro hacia atrás, doy gracias a Dios por cada «diablo» escogido por un Padre
fiel, pues es muy probable que yo hubiese perdido algunas de las más grandes
bendiciones de mi vida si no hubiera sido por ellos!
¿La
bendición de la traición? Sólo Dios puede realizar tal milagro, pero he
descubierto que la paradoja de estas palabras es una realidad. La traición a
manos de aquellos a quienes hemos confiado el corazón puede traer bendiciones
imposibles de contener. A través de la traición he aprendido lo que el salmista
quiso decir cuando cantó: «En esto conoceré que te he agradado, que mi enemigo
no se huelgue de mí» (Salmo 41:11). También lo que el profeta quiso decir
cuando escribió: «Ninguna arma forjada contra ti prosperará, y condenarás toda
lengua que se levante contra ti en juicio. Esta es la herencia de los siervos
de Yahveh, y su salvación de mí vendrá, dijo el Señor» (Isaías 54:17).
A
través de la traición aprendí que el poder y la gracia del Señor Jesucristo en
mi vida sólo pueden ser operadas a través de la bendición de la debilidad, que
es producida por las bofetadas de Satanás como un aguijón en la carne (2ª Cor.
12:7).
A
través de la traición somos preparados para la bendición de ser usados
alentando a otros en la misma prueba de fe, con la misma consolación que
nosotros hemos recibido de Dios (2ª Cor. 1:4). A través de la traición a manos
de un «amigo», he recibido la bendición de tocar en este mensaje las verdades
preciosas que he aprendido en la comunión de Cristo Jesús, mi Señor. Las
bendiciones de los que leerán este mensaje fluirán de la fuente de la traición
y, de ahí, la maldad de ese hecho se transforma, a través de la gracia, en el
bien de Dios.
A
través de la experiencia de la traición de amigos falsos, he recibido una de
las más grandes bendiciones de mi vida, aprendiendo cómo amar a mis enemigos y
bendecir a los que me persiguen.
Durante
años, me fue difícil entender estas palabras: «Bendecid a los que os persiguen;
bendecid, y no maldigáis» (Rom. 12:14), y mucho más difícil practicarlas. El
cumplimiento de ellas se opone diametralmente a todo lo humano; y su
comprensión de ellas fue abierta por medio de las aguas amargas del ataque
salvaje de mis falsos amigos. Solamente la experiencia las transformó en una realidad
bendita para mí. La palabra «bendecid» significa «elogiad» o «hablar bien de».
La expresión «no maldigáis» significa «no deseéis ningún mal».
Cuando
se concreta la bendición de la traición, miramos hacia atrás y vemos cuánto
hemos segado en creciente gozo, amor, gracia, fuerza y comunión con el amado
Señor Jesús; nos sentimos abismados por la comprensión de cuánto bien nos ha
hecho nuestro traidor. No importa cuáles fueron sus intenciones. Lo que importa
es el fruto bendito que él ha traído a nuestras vidas.
¡Cuán
gloriosamente fácil se vuelve en verdad «hablar bien» de él y no desearle
ningún mal! ¡Sí, cuando miramos nuestro presente estado de bendición y
comprendemos que fuimos entregados por un enemigo a la libertad y magnitud de
la tierra que ahora poseemos, nosotros podemos decir: «¡No puedo sino hablar
bien de él, porque ha sido una bendición para mí!».
De
este modo, tal como la flor pisoteada cuyo perfume sube para bendecir el pie
que la aplastó, así nuestros corazones no encuentran amargura, no buscan
ninguna venganza, no desean ningún mal. La plenitud de nuestros vasos necesita
desbordar y bendecir la mano que nos afligió.
H.
L. Roush
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