Misa de la Santísima Virgen María en sábado
Peregrinatio ad Petri Sedem – Summorum Pontificum
Basílica Papal de San Pedro en el Vaticano
Ciudad del Vaticano
25 de octubre de 2025
Eclesiastés 24:23-31
Juan 19:25-27
En el nombre del
Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.
Es motivo de profunda
alegría para mí celebrar la Misa Pontifical en el Altar de la Cátedra de San
Pedro, como culminación de la Peregrinación Summorum Pontificum de 2025. En
nombre de todos los presentes, expreso mi sincera gratitud a quienes han trabajado
con tanto compromiso y dedicación para hacer posible esta peregrinación.
Ofrezco la Santa Misa por los fieles de la Iglesia de todo el mundo, que
trabajan para preservar y promover la belleza del Usus Antiquior del Rito
Romano. Que la Misa Pontifical de hoy nos anime y fortalezca a todos en nuestro
amor por nuestro Señor Eucarístico, quien, a través de la Tradición Apostólica
y con incansable e inconmensurable amor para nosotros, renueva
sacramentalmente su Sacrificio en el Calvario y nos nutre con el fruto
incomparable de ese Sacrificio: el Alimento Celestial de su Cuerpo, de su
Sangre, de su Alma y de su Divinidad.
Al celebrar la Santa
Misa de la Santísima Virgen María el sábado, contemplamos el Corazón Doloroso e
Inmaculado de María, asunto a la gloria y latiendo incesantemente de amor por
nosotros, los hijos que su Divino Hijo, al morir en la Cruz, confió a su cuidado
maternal. Cuando el Señor pronunció las palabras: «¡Mujer, ahí tienes a tu
hijo!... ¡Ahí tienes a tu madre!», dirigiéndose a su Madre y a San Juan,
Apóstol y Evangelista, que estaban al pie de la Cruz, expresó una realidad
esencial de la salvación que estaba realizando para nosotros: la plena
cooperación de su Madre, la Santísima Virgen María, en la obra de la Redención.
Dios Padre, en su
amoroso plan para nuestra salvación eterna, quiso que la Santísima Virgen
María, desde el primer instante de su concepción, compartiera la gracia de la
salvación que su Divino Hijo obtendría en el Calvario. Con su Inmaculada
Concepción, María se entregó por completo a Cristo y, en Cristo, por completo a
nosotros, desde el primer instante de su existencia. La mediación de nuestra
salvación a través del Doloroso e Inmaculado Corazón de María se manifiesta en
las últimas palabras de la Virgen Madre del Salvador, registradas en los
Evangelios. Las dirigió a los sirvientes en las bodas de Caná, cuando,
angustiados, acudieron a ella porque no había suficiente vino para los
invitados de los novios. María respondió a su angustia guiándolos hacia su
Divino Hijo, también invitado al banquete de bodas, con su maternal
instrucción: «Hagan lo que él les diga».
Estas sencillas
palabras expresan el misterio de la Divina Maternidad, por la cual la Virgen
María se convirtió en la Madre de Dios, trayendo al mundo al Hijo de Dios
encarnado para nuestra salvación. A través del mismo misterio, ella continúa
siendo el canal de todas las gracias que, inconmensurablemente e
incesantemente, fluyen del Corazón glorioso y traspasado de su Divino Hijo a
los corazones de sus hermanos y hermanas, adoptados en el Bautismo, en su
peregrinación terrenal hacia su morada eterna con Él en el Cielo. Somos hijos e
hijas de María en su Hijo, Dios Hijo Encarnado. Con maternal solicitud, ella
atrae nuestros corazones a su Inmaculado y glorioso Corazón, y los conduce a
Él, a su Sacratísimo Corazón, instruyéndonos con las mismas palabras: «Haced lo
que Él os diga».
En la Santísima
Virgen María contemplamos la expresión más perfecta de la Sabiduría eterna de
Dios —el Hijo de Dios, el Verbo obrante desde el principio de la creación, que
ordena todas las cosas, y especialmente el corazón humano, según la perfección
divina—, tanto por la particular fidelidad con la que vive su condición de
'sierva' del Señor, como porque en ella, como madre de Cristo, los designios
divinos han encontrado su pleno cumplimiento. Ella es, en las inspiradas
palabras del Eclesiástico, la madre del amor hermoso y del temor, del
conocimiento y de la santa esperanza. Nos llena de esperanza que nuestro Señor,
la divina Sabiduría encarnada, escuchando las oraciones de la Madre de la
divina Gracia, siempre presente ante Él, también tendrá misericordia de nuestra
generación, restaurando el orden del amor escrito por Dios en la creación y,
sobre todo, en el corazón de cada ser humano. Al esforzarnos, en cada momento
del día, por reposar nuestros corazones en el glorioso y traspasado Corazón de
Jesús, proclamamos al mundo la verdad de que la salvación ha llegado al mundo.
Unidos de corazón al Corazón Inmaculado y glorioso de María, atraemos las almas
hacia Cristo, plenitud de la misericordia y del amor de Dios entre nosotros, en
su santa Iglesia.
Este año celebramos
tanto el centenario de la aparición del Niño Jesús, junto con Nuestra Señora de
Fátima, a la Venerable Sierva de Dios Sor Lúcia dos Santos, ocurrida el 10 de
diciembre de 1925, como el centenario de la publicación de la Carta Encíclica
Quas Primas del Papa Pío XI, con la que se instituyó en la Iglesia universal la
fiesta de Cristo, Rey del Cielo y de la Tierra, el 11 de diciembre de 1925. Con
esto damos testimonio de la verdad de que Nuestro Señor Jesucristo es el Rey de
todos los corazones por el Misterio de la Cruz, y que su Madre, la Virgen, es
la mediadora por quien Él conduce nuestros corazones a morar cada vez más
plenamente en su Sacratísimo Corazón.
En su aparición a la
Venerable Sierva de Dios, Sor Lúcia dos Santos, el Señor nos mostró el Corazón
Doloroso e Inmaculado de Nuestra Señora, cubierto de espinas por nuestra
indiferencia e ingratitud, y por nuestros pecados. En particular, Nuestra
Señora de Fátima desea protegernos del mal del comunismo ateo, que aleja los
corazones del Corazón de Jesús —única fuente de salvación— y los lleva a
rebelarse contra Dios y contra el orden que Él ha establecido en la creación y
escrito en el corazón de cada ser humano. A través de sus apariciones y del
mensaje que confió a los pastorcitos, santos Francisco y Jacinta Marto, y a la
Venerable Lúcia dos Santos —un mensaje dirigido a toda la Iglesia—, Nuestra
Señora denunció la influencia de la cultura atea en la propia Iglesia, que ha
llevado a muchos a la apostasía y al abandono de las verdades de la fe
católica.
Al mismo tiempo,
Nuestra Señora nos enseñó a realizar actos de amor y reparación por las ofensas
cometidas contra el Sacratísimo Corazón de Jesús y su Inmaculado Corazón
mediante la Devoción de los Primeros Sábados de mes. Esta consiste en confesar
sacramentalmente los pecados, recibir dignamente la Sagrada Comunión, rezar las
cinco decenas del Santo Rosario y acompañar a Nuestra Señora meditando en los
misterios del Rosario. El mensaje de Nuestra Señora deja claro que solo la fe,
que coloca al hombre en una relación de unidad de corazón con el Sacratísimo
Corazón de Jesús —por la mediación de su Inmaculado Corazón—, puede salvar al
hombre de los castigos espirituales que la rebelión contra Dios inevitablemente
acarrea sobre quienes la cometen y sobre la sociedad en su conjunto, incluida
la propia Iglesia. La Devoción de los Primeros Sábados es nuestra respuesta de
obediencia a nuestra Madre celestial, quien no dejará de interceder para
obtener todas las gracias que nosotros y el mundo entero necesitamos con tanta
urgencia. Esta devoción no es un acto aislado, sino que expresa un estilo de
vida: la conversión diaria del corazón al Sacratísimo Corazón de Jesús, bajo la
guía y protección maternal del Corazón Doloroso e Inmaculado de María, para
gloria de Dios y salvación de las almas.
Cuando reflexionamos
sobre la rebelión contra el orden y la paz que Dios ha implantado en cada
corazón humano —una rebelión que arrastra al mundo, e incluso a la Iglesia, a
una creciente confusión, división y destrucción, tanto de los demás como de
nosotros mismos—, comprendemos, como lo hizo el Papa Pío XI, la importancia de
nuestro culto a Cristo como Rey del Cielo y de la Tierra. Este culto no es una
forma de ideología. No es la adoración de una idea o un ideal abstracto. Es
comunión con Cristo Rey, especialmente a través de la Santísima Eucaristía, en
la que comprendemos, acogemos y vivimos nuestra propia misión real en Él. Es la
realidad en la que estamos llamados a vivir: la realidad de la obediencia a la
Ley de Dios escrita en nuestros corazones y en la naturaleza misma de todas las
cosas. Es la realidad de nuestros corazones, unidos al Inmaculado Corazón de
María, que encuentran cada vez más su reposo en el Sacratísimo Corazón de
Jesús.
La Misa Pontifical de
hoy se celebra según la forma más antigua del Rito Romano, el Usus Antiquior.
La Iglesia celebra el 18.º aniversario de la promulgación del Motu Proprio
Summorum Pontificum, con el que el Papa Benedicto XVI hizo posible la celebración
regular de la Misa según esta forma, vigente desde la época de San Gregorio
Magno. Al participar hoy en el Santo Sacrificio de la Misa, no podemos dejar de
pensar en los fieles que, a lo largo de los siglos cristianos, han encontrado
al Señor y han profundizado su vida en Él a través de esta venerable forma del
Rito Romano. Muchos se sintieron inspirados a practicar el heroísmo de la
santidad, incluso hasta el martirio. Quienes hemos crecido rezando a Dios según
el Usus Antiquior no podemos dejar de recordar cuánto nos ha ayudado a mantener
la mirada fija en Jesús, especialmente al responder a nuestra vocación.
Finalmente, no podemos dejar de agradecer a Dios por cómo esta venerable forma
del Rito Romano ha llevado a muchos a la fe y ha profundizado la vida de fe de
quienes, por primera vez, han descubierto su incomparable belleza, gracias a la
disciplina establecida por Summorum Pontificum. Damos gracias a Dios porque, a
través de Summorum Pontificum, toda la Iglesia está desarrollando una
comprensión y un amor cada vez más profundos por el gran don de la Sagrada
Liturgia, tal como nos ha sido transmitido, de forma ininterrumpida, por la
Tradición Apostólica, por los Apóstoles y sus sucesores. A través de la Sagrada
Liturgia, en nuestra adoración a Dios «en espíritu y verdad», el Señor está con
nosotros de la manera más perfecta posible en esta tierra: es la expresión
suprema de nuestra vida en Él. Ahora, contemplando la gran belleza del Rito de
la Misa, dejémonos inspirar y fortalecer para reflejar esa misma belleza en la
bondad de nuestra vida diaria, bajo la protección maternal de Nuestra Señora.
Elevemos ahora
nuestros corazones, unidos al Inmaculado Corazón de María, al glorioso y
traspasado Corazón de Jesús, abierto para nosotros en el Sacrificio
Eucarístico, mediante el cual Él hace presente sacramentalmente su Sacrificio
en el Calvario. Elevemos nuestros corazones, llenos de tantas alegrías y tantos
sufrimientos, a la fuente inagotable de la Divina Misericordia y Amor,
confiando en que en el Corazón Eucarístico de Jesús seremos confirmados en paz
y fortalecidos para llevar la cruz de nuestros sufrimientos con la misma
confianza que la Virgen María. Así, bajo la mirada constante y misericordiosa
de la Santísima Virgen María, podremos progresar con fidelidad y de todo
corazón en el camino de nuestra peregrinación terrena, hasta nuestra patria eterna
en el Cielo.
En el nombre del
Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.

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